miércoles, 29 de agosto de 2012

Niñas vestidas de negro (relato)



Aquel día nos levantamos, como siempre, con una mañana radiante y hermosa. Con aspecto de día limpio, tierno y acariciador y con fragantes olores mañaneros de plantas y de tierras que también saludan al día nuevo y esplendoroso que Dios nos da cada vez que se produce este milagro en la naturaleza.

Lo primero que se tenía que hacer era comer chumbos con pan, como principio del desayuno.

En el extremo oeste de la casa había un sitio apropiado donde se hacia todo lo referente a comidas externas. Los chumbos en mi casa eran unos amarillos y otros morados. Mi padre los cogía y los preparaba antes que nos levantáramos nosotros, por lo cual estaban fresquitos y riquísimos. El nos los partía a todos, porque si no, al menos yo, no comíamos.

Aquello era una “juerga”. Uno quería el chumbo amarillo, otro el morado, el más maduro, el más bonito, el más grande, el más pequeño . . . . .

Mi padre, con toda su paciencia, complacía las peticiones de cada uno y se arreglaba, como podía para ser agradable con todos. ¡Cuánto me acuerdo de él! Y como la historia se repite, yo siempre he tenido que partir los chumbos en mi casa porque nadie quería pelarlos.

Cuando mi padre creía que habíamos comido bastante levantábamos la reunión y, aunque siempre había algún disconforme, entrabamos en casa para desayunar.

Seguramente que la mayoría de los que lean este escrito sabrán que los chumbos no pueden comerse a discreción y hay que ser moderado en la consumición de esta fruta, pues de lo contrario a hora de hacer ciertas necesidades, se puede pasar muy mal… muy mal… muy mal…

Entramos en casa, desayunamos y cada uno a sus obligaciones.

Mi padre a su trabajo y nosotros hacíamos nuestros deberes escolares. Mi madre se encargaba de la lectura, la escritura y los números y mi padre de los problemas y cualquier cosa más difícil de las matemáticas. Al rato te cansabas y buscabas excusas para irte a la calle.

Yo salí sobre media mañana y, al mirar a la derecha, los Montes de Calaceite, vi que bajaban dos niñas pequeñas, entre seis y ocho años, vestidas totalmente de negro, que traían un canasto de mimbre cogido cada una por un asa. Detrás venia un hombre también de negro.
 
 
Este canasto era propio de aquellas tierras. Es parecido al que viene en el escrito con los gatitos, pero medía un metro de diámetro por 20 centímetros de altura aproximadamente.

Muchos estaban forrados con una tela interiormente y es el tipo que servía para la vendimia.
 
Frigiliana
Frigiliana
 Los llenaban de uvas y los llevaban en la cabeza hasta los paseros que era el sitio donde se tendían las uvas al sol. Cuando pasaban una cantidad de días, unas uvas se destinaban a pasas y otras iban al hangar para hacer vino. A estas labores también ayudaban los caballos, ya que el terreno es accidentado. Hoy todo se hace con tractores y coches. Eran otros tiempos.

Seguimos. Llamé a mi madre y los dos esperamos en la esquina de la casa hasta que llegaron.

Mi madre saludó al padre y dio besos a las niñas. Pasaron al interior y les puso algo de comer, aunque en aquel tiempo había poco paras estos menesteres.

Yo, que entonces era el más pequeño, me fui a mis aventuras infantiles por la finca, y no volví hasta la hora aproximada de la comida.

Vinieron mi padre y mis hermanos, y comimos todos juntos. Estuvieron charlando después de comer y solo me acuerdo que dijeron que la madre de las niñas había muerto hacía pocos días e iban huyendo de los fascistas.

Mi madre le pidió al padre que dejara las niñas en casa, a su cuidado, y que cuando acabara la guerra volviera por ellas, con el fin de que no pasaran tantos sufrimientos. Esto no le pareció bien y dijo que no. Mi madre les preparó algunas cosas que les puso en el canasto, que traían totalmente vacío, y poco después emprendieron el camino, con su canasto, en el mismo orden que llegaron.

Nos despedimos de ellos y vimos como se marchaban, camino abajo, hasta que los perdimos de vista.

¡Qué cuadro más espantoso y más doloroso para todos! ¡Qué triste! ¿Por qué es así la vida?

Nunca he borrado el recuerdo de aquellas niñas tan pequeñas de mi mente. ¿Qué culpa tenían de nada que pasara a su alrededor? Ellas eran inocentes como palomitas blancas. Pasaron como dos estelas de luz blanca y tenue y se perdieron por los caminos en el horizonte.




¿Qué camino cogerían? ¿El de la sierra, que pasa por Frigiliana, junto a la Cruz de Pinto, y se dirige a Granada? Duro camino para ellas. Pero creo que si marcharían por esa senda de montaña, pues de lo contrario habían de bajar por Rio Seco hasta confluir con la carretera, que era mejor, pero más largo.
 

 
Ojalá tomaran la mejor decisión y tuvieran suerte en su caminar incierto. Que Dios les ayudara y encontraran un destino. Un destino más o menos seguro y dejaran de caminar errantes. ¡Si eran inocentes! ¿Qué habrá sido de ellas? ¿Cómo habrán solucionado su vida?

Sería mi mayor regocijo que Dios le hubiera llenado aquel canasto vacio que traían con todos los bienes terrenales y con toda la felicidad de esta vida. Amen